Si lo que sucede durante los dos primeros minutos pudiese sostenerse durante las dos horas que siguen estaríamos hablando tal vez del mejor show jamás visto en el Palau Sant Jordi.

El cuento empieza más o menos así. Se abre el telón y sale Lady Gaga a lomos de un caballo que no es un caballo –además de sus cuatro patas se atisban las cuatro de los dos bailarines que se esconden bajo la cartón-, vestida de araña cibernética que no es una arácnido digital sino un traje de alta impostura (Armani y Versace la visten en esta gira). La acompaña un séquito portando estandartes y rugiendo. Suena Highway Unicorn, un tema flojeras de su ultimo disco que, como es preceptivo en cualquier espectáculo pop de este tamaño, se convierte en la mejor canción del mundo, al menos durante este par de minutos que dura esta versión. El asunto promete.
Más incluso cuando, a pesar de que el castillo –con sus torreones, sus murallas y sus celdas en las que se ubican los músicos- parece el de los clicks de Playmobil, la diva se somete a un feroz cunnilingus sobre una mesa de oficina durante Goverment hooker (de lo mejor su último disco). Luego, como advertían las monjas del colegio, se confirma que la masturbación conduce al embarazo y un muñeco gigante, que parece más un pollo asado que otra cosa, da a luz a Gaga. Porque ella ha nacido así, qué le vamos a hacer. Suena Born this way, y un Sant Jordi abarrotado de gente de todas las edades –están las hijas adolescentes que quieren ser mayores y las madres que no dejaron nunca de ser adolescentes, la armada gay y la abnegada tropa de padres y novios devolviendo el favor que les hicieron acompañándolos a ver The Avengers- enloquece como se hace hoy solo con las canciones que recuerdan exactamente a otras que fueron éxitos en los años 80.
Han pasado escasos minutos y es imposible evitar tratar de descubrir qué demonios nos está intentando contar Lady Gaga. ¿Cuál es el relato? Entonces, baja un diamante del techo. En su interior, la cara de la diva en formato holograma y el primer mensaje de libro de autoayuda de la noche. Parece redactado por Paulo Coelho. Y ahí descubrimos que Gaga no quiere contarnos nada. Durante los próximos temas, desearemos que tampoco le apeteciera cantarnos nada. A veces, parece que el playback se les escapa antes de hora o que el que debía darle al pause está actualizando su Facebook, pues la sensación de que alguien se ha dejado la radio encendida en el castillo es constante. A escena entran huevos, salen mesas, caen pollos de plástico, aparecen armas semiautomáticas, y el cuerpo de baile parece casi una cuadrilla de mudanzas, acarreando paquetes arriba y abajo. Gaga se ha cambiado de ropa en prácticamente cada canción, confirmando que tal vez los atuendos que luce no son llevables para ir a hacer la compra, pero si son perfectas si sales de casa con prisa.
El concierto, pues, ha perdido el ritmo, y sobre todo, ha abandonado lo inquietante a favor de los complaciente, algo que le sienta fatal a Bad romance, acaso el mejor tema que jamás haya lanzado esta mujer y casi su único motivo para defender que su apuesta musical puede estar a la altura de la visual, o incluso metafísica. Con la siguiente, Judas, se recupera algo de violencia, que es lo que mejor le sienta al show. Pero pronto entramos en la parte pizpireta del espectáculo con Pokerface. Libre de florituras, el tema nos hace recordar que lo fascinante es que alguien con canciones tan mediocres haya podido convertirse en algo tan grande.
Se suceden las alocuciones de autoayuda. Aunque poco a poco van abandonado lo personal para adentrarse en el terreno de la macroeconomía y la geoestrategia. Gaga nos confiesa que piensa que España es el futuro, confirmando que es cierto que vino de otro planeta vestida de araña, a lomos de un caballo y fue parida por un pollo a medio cocer. Tras el mensaje, la señora sale a dar una vuelta por la pasarela conduciendo una motocicleta en la que ella es el chasis. Sufre un pequeño accidente y está a punto de caer al foso cuando una de sus bailarinas se sube a la moto con la loable intención de sodomizarla. Sus diligentes bailarines solventan el problema –ahora, además de mudanzas, también se dedican a la asistencia en carretera-, se sienta para recibir una lluvia de regalos, entre ellos un sujetador que se pondrá bajo la camiseta del Barça que ya luce, hecho que celebra, pues nos informa que hace unos momentos se le ha roto el vestido y se le ha salido una teta. Jamás un mensaje de esta índole había sonado tan poco erótico.
En estos momentos ya estamos en la fase roquera del show –los músicos han escapado de sus celdas y se confunden con los bailarines, seguramente, porque han sido elegidos en el mismo cásting-, con un Yoü and I que parece sacado de un disco de Mike and The Mechanics. El homenaje gay llega con Alejandro, tema al que precede una coreografía que convierte la pasarela que rodea el Monster pit (400 fans enloquecidos que parecen estar en cuarentena) en un cuarto oscuro gigante. Sheise, tal vez el mejor tema de Born this way, cierra el concierto que ya hace rato que ha abandonado los grandes efectos para centrarse en la interacción de la diva con sus fans –a veces dan ganas de abrazarla y decirle que no pasa nada, que a Madonna esto le sale mucho peor- y las coreografías poco imaginativas. Antes de los preceptivos bises, que están dedicados a reivindicar el AOR como ente susceptible de ser tendencia, suenan la insustancial Marry the night y la adhesiva The Edge of Glory, el tema que Springsteen olvidó incluir en Born in the USA.
En dos horas, Gaga ha sido araña venenosa, amazona, dominatrix severa, vecinita, golfa, psicóloga, sicario, motorista, directora de marketing y Madonna. Lo que peor le ha salido ha sido esto último.